Conociendo que eres
nada, que puedes nada y que vales nada, abrazarás con quietud las pasivas
sequedades
Miguel de Molinos
Un paisaje, por su serenidad, influye en el cielo, ese
azul al que no podemos subir, atónitos, y que la luz ha vaciado. De noche es
una cúpula negra y transparente. Apenas roto en el horizonte, un cristal
agrietado. Nos alejamos para no empañarlo de soledad. Allí, los rastrojos y la
serenidad vacía de los cardos en las lindes. Cada noche se estruja uno de mis
ojos. Me lo como. Pero la serenidad empuja. No sabes realmente lo que es. Lo
que se ve desde aquí ayuda, pero es inquietante hablar, decírselo. Llevaba
tiempo empujando los cerros secos, alargando los caminos, mesando este vacío.
La serenidad era tuya, el sol que parecía ayudar al día quemaba las palabras
que se arrastran hacia la noche. Yo no se las daba, se las quitaba, me las
arrancaba y me hacían olvidar la enfermedad, y a los topillos azules que salían
de la tierra con los ojos podridos los llamaba cielos. Me hacían daño los ojos.
Me molía mi pena y mi sombra, el sol. El aire vacío desde donde se escribe
siempre desde donde salen las aguas, y lo seco está azul, aplastado y seco. Un
paisaje viejo de cielo alto. A los pájaros abisales en el mar aéreo que aprieta
las sienes se les oye como a una máquina llena de virus azules. Un frutal es un
niño y sueña morir delante de una puerta. Millones de fragmentos de conchas,
cortantes y pulidas decisiones, como en la frente las estrías, lo roto, lo que
se desgrana y se parte. Para que se descomponga el movimiento ha sido
acompasado y violento. Y el sol ha mordido la pena. Tu sombra era humo en la
tierra. La recogías. Ibas escarbando con las manos y salía agua. En ella,
pequeños soles y más arena de conchas. Y los brillos, los malditos brillos de
la edad, lejanos destellos. Querías ayudar a ello, a la descomposición y a
aligerar el tiempo. Era como escarbar con manos de humo en las palabras más
fugaces. De ellas salía tiempo y pequeños soles chocando. Sabías por cuántas
estrías se cantaba el tiempo y qué sonido se le podía sacar al futuro. Estas
flores de sal, las escamas, los cristales, el sedimento de las palabras. El
viento entra en la muerte. Solo eso habría deseado de las palabras, una
decantación del alma. Queda solo eso, la sal de uno mismo, el mismo sabor del
sol. Aquello que se va deja aquí lo que se ha ido.
(Sequía)
Uma paisagem, pela sua serenidade,
influencia o céu, esse azul a que não podemos subir, atónitos, e que a luz
esvaziou. De noite é uma cúpula negra e transparente. Apenas rompida no
horizonte, um vidro rachado. Afastamo-nos para não embaciá-lo de solidão. Lá, o
restolho e a serenidade vazia dos cardos nos seus limites. Cada noite fecha um
dos meus olhos. Como-a. Mas a serenidade empurra. Não sabes realmente o que és.
O que se vê daqui ajuda, mas é inquietante falar, dizê-lo. Gastava o tempo
empurrando as montanhas secas, alargando os caminhos, medindo esse vazio. A
serenidade era tua, o sol que parecia auxiliar o dia queimava as palavras que
se arrastavam até à noite. Eu não sei se as entregava se as roubava,
arrancava-as e faziam-me esquecer a doença, e para as ratazanas azuis que saem
da terra com olhos podres eu chamava-os de céus. Os olhos doíam-me. O sol moía
a minha dor e a minha sombra. O ar vazio donde se escreve sempre, de onde
nascem as águas e o seco é azul, esmagado e seco. Uma paisagem antiga de alto
céu. Para os pássaros abissais no mar aéreo que abraça os templos, eles
ouvem-se como a uma máquina cheia de vírus azuis. Uma árvore de fruta é uma
criança que sonha morrer diante de uma porta. Milhões de pedaços de conchas,
nítidas e polidas decisões, como rugas na testa, o que está quebrado, o que se
descasca e se parte. Para que se descomponha o movimento foi ritmado e
violento. E o sol mordeu a pena. A tua sombra era fumo na terra. Recolhia-la.
Ias escando na terra e saía água. Nela, pequenos sois e mais areia de conchas.
E os reflexos, os malditos reflexos da idade, destinos fugazes. Queria
ajudá-lo, à decomposição e a aligeirar o tempo. Era como escavar com mãos de
fumo nas palavras mais fugazes. Delas saía tempo e pequenos sois que lutavam.
Sabias por quantas rugas se contava o tempo e que som se poderia retirar do
futuro. Estas flores de sal, as escamas, os cristais, o sedimento das palavras.
O vento penetra na morte. Era somente isso o que havia desejado das palavras,
uma decantação da alma. Só isso resta, o sal de um mesmo, o mesmo sabor do sol.
Aquele que parte deixa aqui o que já havia ido.
(Seca)
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