9/6/20

JARAÍZ, de Miguel Ángel Curiel, editorial Amargord, 2018 por Francisco Martínez Real




-JARAÍZ- El laberinto de lo telúrico: Miguel Ángel Curiel por Francisco Martínez Real


Miguel Ángel Curiel, Korbach Valdeck, Alemania, 31 de marzo de 1966, poeta español, de una familia originaria de Jaraíz de la Vera (Cáceres) En el año 2000 gana el accésit del premio Adonais con el libro El VERANO. Desde entonces su obra poética se aparta definitivamente de las tendencias poéticas más dominantes y vigentes en nuestro país, hasta desarrollar una voz original e inusual en la poesía española actual. Miguel Ángel Curiel ha sido becario de la Academia de España en Roma (Beca Valle Inclán para escritores) entre los años 2009 y 2010. Es durante ese periodo en el que comienza a escribir su libro LUMINARIAS, diarios poéticos en construcción. Entre sus libros destacan EL AGUA, (poesía 2002-2012) Finalista del premio nacional de poesía 2013. ASTILLAS, Calambur, Madrid, 2015. El NADADOR, 2016, finalista del premio nacional de poesía 2018. JARAÍZ, 2018, finalista del premio nacional de la crítica 2019. LUMINARIAS (2009-2019) editorial AMARGORD. Miguel Ángel Curiel es un creyente de la poesía. A lo largo de su ya larga trayectoria, que se inició con el accésit al premio Adonáis en los albores del cambio de milenio, la crítica ha destacado de su obra la hondura y también la experiencia liminar entre el Eros y el Thánatos, así como su no amoldamiento a las actuales modas o modos de la poesía española. A todo ello yo añadiría que únicamente un poeta con fe puede hacer posible con sus poemas lo imposible: explorar o decir lo intangible. Su obra es una búsqueda constante de la palabra exacta que defina la condición humana, así como una reflexión sobre la temporalidad y una lucha agónica con el logos, aspectos que se detallan a continuación en relación a su obra última, principalmente el poemario Jaraíz, publicado en 2018.



En la obra del poeta Miguel Ángel Curiel convergen una serie de características que hacen de su producción una escritura única en el ámbito peninsular de principios del siglo XXI. Uno de estos elementos destacables es la lucha agónica del yo poético con la naturaleza. Encontramos en sus composiciones, generalmente breves, una simbología propia que se repite en toda su obra y genera diferentes interpretaciones de términos muy socorridos por la tradición poética, como el sol, la luz, los árboles, en una dicotomía entre la naturaleza agresiva y destructora, y la naturaleza como fuente de esperanza.
Así se observa en los poemas del poemario Jaraíz (Curiel: 2018), el que el sol parece ser un reflejo del dilema interior del poeta, en relación con la naturaleza y el vacío. La aparición reiterada del astro solar en su poesía puede hacer alusión a la necesidad (frustrada) del yo poético de estructurar y explicar racionalmente su personalidad, teniendo en cuenta el análisis de C. G. Jung en Arquetipos e inconsciente colectivo:

“Si la luminosidad aparece como monádica, por ejemplo, como astro único,
o como sol, o como ojo, toma preferentemente la forma de mandala y debe interpretarse como sí-mismo. Pero no se trata de doble conciencia, ya que no se puede demostrar la existencia de ninguna disociación de la personalidad. Por el contrario, los símbolos del sí-mismo tienen una dimensión unificadora.” (Jung, 2009:230)

Las alusiones solares en la obra de Curiel no necesariamente han de operar como un desentrañamiento del yo, pero sí como un reflejo de la angustia del yo ante la naturaleza como ente salvífico y a la vez absorbente, con la que se establece una lucha fagocítica, como en la composición “Nadador”:

“Ningún sol en mi mano. Vigilo animales que quieren comerme y me los como. Casa fría, ventana abierta, silla en la calle, puerta entrecerrada, hay vacío, quería llenarlo de agua, nadar por las estancias, ver el sol debajo de mí, flotar de muerte y vida.” (Curiel, 2018: 99)

El poeta desea apresar el sol (su identidad) o bien someterla (ver el sol debajo de mí). Después, en las líneas finales de la prosa lírica, pretende cortar la conexión entre el sol y la muerte, lo que hace que el lector se figure esta cadena yo-sol-muerte como el deseo desesperante de conocer el yo, que puede conducir a la muerte.

“El cansancio es vegetal, tiene raíces en la boca, en los ojos y sube desde el yo al sol, si lo cortas, cortas la vida que va del sol a la muerte.” (Curiel, 2018: 99)

De esta forma, el poema revela la angustiosa unión de los tres elementos antes referidos, que invade la anatomía del yo poético, en un cuerpo fragmentario y cuyas funciones fisiológicas, como el comer o el orinar, se representan de forma explícita en la obra de Curiel, como analizaremos más adelante. El camino del sol es mutilado en otro poema de Jaraíz: “Eso es la muerte, / nunca llegar al sol / y correr hacia un punto negro” (Curiel, 2018: 106), en tanto que en “Amarillo” sol parece encerrar en sí mismo la oscuridad: “Ocho de septiembre, intento de elegía, Talavera, sale un sol de otro, un sol amarillo de uno negro” (Curiel, 2018: 116).
En el poema “Paseos”, del mismo poemario, se alude de forma clara a la imbricada relación entre los elementos de la naturaleza y el cuerpo en la lírica del autor, como se puede observar en los elementos que marcamos en cursiva:

Un nudo de aire es esta palabra, el miedo brilla en la boca. Hay una nada llena de hierba, tallos cuyo verde es sangre. Del negro sale el sol y vuelve al negro. Un espino seco, por la sombra de sus ramas sentí que viviera aún.
Ni un canto para desvelar o velar. Espejos de nieve negra. El que tiembla escribió estos nombres. Una linterna para dar un paseo por la muerte. El Dios nuclear, la implosión, el ojo cosido con el sol dentro.
Esquirlas, lajas, desgarra con la una tela blanca en el silencio estéril. Schnee, palabra caliente. El negro deja su sal. Soy una rama que entablilla el aire. (Curiel, 2018: 77)

A lo largo de la composición en prosa, se define un paisaje en que el yo poético se fusiona e identifica con el paisaje, es él mismo una parte central de la naturaleza distópica que se intuye tras los espejos de nieve negra y un Dios que es un ojo cosido con el sol dentro. En mitad de esta nada de tallos, el yo poético es una rama que entabilla el aire (esto es, un elemento que pretende permanecer en vertical pese al viento que lo agita). La palabra caliente a la que se alude probablemente sea la palabra poética que la pequeña rama que es el poeta erige como defensa ante este universo particular en que no hay “ni un canto para desvelar o velar”, es decir, un ámbito donde no existe la tranquilidad ni en el sueño ni en la vigilia.

La palabra plurilingüe en la poesía de Miguel Ángel Curiel.

Literalmente: así hay que conservar ciertas palabras, que no deben ser traducidas, que han de saberse de memoria y repetirse tal cual. Una palabra que requiere literalidad tiende de algún modo al nombre propio, pues lo que se ha de preservar en sus reapariciones futuras no es tanto la referencia a lo nombrado, cuanto la forma ostensible de su carácter nominal, la singularidad persistente e iterable de una denominación que evoca ante todo la presencia real de la memoria en el nombre. (Cuesta, 2015: 66)

Estas palabras de Cuesta Abad pueden ayudar a interpretar la conciencia plurilingüe de Miguel Ángel Curiel, quien en su búsqueda de la palabra se pregunta por la validez de la palabra traducida:

Traduje esto, y al volverlo a la lengua original salió esto… Lo traduje nuevamente tantas veces hasta que desapareció… “Faut-il que j’ecrive en vers pour me separer des autres hommes…” (Curiel, 2018: 34
Como el mundo la poesía será cada día más pobre.

En pocos versos de su obra es el poeta tan claro como en esta sentencia final sobre la pobreza de la poesía, del verbo traducido como aspiración imposible a reflejar los contenidos pensados en una lengua determinada. Es por esto que ciertas palabras, especialmente del alemán, obsesionan al poeta, que se rebela y las refleja en sus poemas sin traducir, a la vez que plasma esa duda por el término empleado: ¿es más adecuado el español, el alemán o ninguno?, parece preguntarse. Así se refleja en el poema titulado Cupressus sempervirens, en el que al juego de palabras entre quemado y resquemor le sigue la duda entre la llaga o el término alemán Wunde ‘llaga, herida, dolor’, para después preguntarse ¿Mi amuleto?, una pregunta sin verbo que probablemente refiera la duda sobre el sentido supersticioso de la palabra como elemento protector, más que reflejo de una realidad objetivo:

No es lo mismo incendiar
Lo quemado
Con resquemor.
Llaga o [Wunde]
¿Mi amuleto? (Curiel, 2018: 52)

La confusión del lenguaje (y de la realidad) se plasma en forma de prosa poética fragorosa en Unter den linden, otro poema en el que el verbo decir se repite al comienzo como una cadencia, en pretérito imperfecto de indicativo. El salto temporal que ello supone también se refleja en el uso de una lengua viva (alemán) y otra muerta (latín), y presenta las dudas sobre el lenguaje que el creador alberga, no solo con respecto a su lenguaje presente, sino a los pasados y a los posibles lenguajes futuros. Curiel refleja en este fragmento esa confusión de las expresiones:

Trozo de Bauernbrot hic est corpus meum en el Quelle, Source, Forrás und Pramen o Spring, manantial del que sacar trapos negros o coger en la mano las venas del río. (Curiel: 2018: 74)

Por otro lado, Curiel distingue entre el lenguaje convencional y el poético en Poema, en una interpretación de la lengua poética como paralela e independiente de la habitual. Es así cómo distinguimos la técnica del vate de insertar palabras aisladas en otras lenguas o en español en mitad del poema, sin necesidad de que formen parte de un sintagma u oración con sentido convencional. En el final del poema parece dirigirse a un tú que puede ser amoroso o un tú universal (el lector que conoce el verdadero sentido de la obra del poeta a través de la palabra leída en el poema, sin necesidad de que esta sea interpretada o explicada):

Algunas palabras suenan mal,
en sí mismas no dicen nada,
pero en mitad del poema lo son todo.

No me ves en la luz,
de blanco en la nieve,
en la multitud
o en el río lleno de nadadores
no me ves. (Curiel: 2018, 112)

Y en la nada del poema sí.


Pies, ojos y bocas son protagonistas en la obra de Miguel Ángel Curiel, y aparecen separadamente en sus poemas (no como cuerpo unitario), en una fragmentación del cuerpo que es paralela a la división de la identidad, problema reflejado en toda la producción del autor. Esto ocurre con la boca, que fagocita plantas, luz y animales en la búsqueda de abarcar elementos de la realidad externa para completar la identidad del yo poético, que practica esta fusión agresiva con la naturaleza: “Vigilo animales que quieren comerme y me los como” (Curiel, 2018: 99), “Deberíamos recoger nuestra sombra, irla metiendo poco a poco por la boca” (Curiel, 2018: 101), “donde un perro come fruta y un hombre basura” (Curiel, 2018: 105).
Asimismo, el ojo refleja el cansancio de mirar del yo poético:

Igualmente, el cuerpo parece representarse a veces como fagocitador o como reposo de un vacío. Esta técnica de Curiel no es exclusiva de su obra: existe, en efecto, una tradición literaria en torno a la ausencia, como afirma José Manuel Cuesta Abad en Demoliciones: literatura y destrucción.  Además, en esta obra el crítico señala la importancia de esta ausencia como indistinción del sujeto/objeto, como sucede en la obra de Curiel, en la que el yo poético es fagocitado por la poesía y los límites del lenguaje, a la vez que devora los elementos de la naturaleza.
Abad asegura en su tratado que:
Dado que las experiencias y los objetos poetizados han de presentar un vacío para convertirse en figuras, solo las experiencias negativas pueden ser poéticamente útiles (Cuesta, 2015: 34)
En la poesía de Curiel este vacío se simboliza a veces con forma de surco: El mar / con su grito azul / me ha abierto / un surco (Curiel, 2018: 90). En otras ocasiones, el vacío es directamente la negación: No soy ese, ni el otro. Negar y negarme, de esa negación este poco de luz. (Curiel, 2018: 103). Esta negación forma parte de la búsqueda de la identidad y de esa dificultad para distinguirse como sujeto y objeto (negar y negarme) mencionada más arriba.

El cuerpo en la obra de Miguel Ángel Curiel no es sino un signo de incomodidad en ocasiones: quiere extenderse más allá de la superficie, ensanchar el yo. El cuerpo parece querer fundirse con la naturaleza, fagocitándola en ocasiones. Así, cuando Judith Butler asegura que “
 “En cuanto deseo, el cuerpo se manifiesta más que un ente positivo, capaz de escapar al veredicto de la muerte. El yo se extiende más allá del sitio positivo del cuerpo mediante sucesivos encuentros con diversos dominios de alteridad. En el deseo, el yo deja de residir dentro de los confines del ser positivo, dentro del cuerpo, encerrado, y deviene las relaciones que establece, se instala en el mundo que condiciona y trasciende su propia finitud.” (Judith Butler, Sujetos del deseo, p. 135)
Así, en Curiel el deseo de objeto del que trata la tradición psicoanalítica se manifiesta a través de un deseo de fusión y fagocitación de la naturaleza, para abandonar los límites del propio cuerpo. No es yo poético fusionado con la naturaleza, sino fagocitador del mundo natural, y que hace del mundo natural parte de su cuerpo (con el dolor que ello conlleva). En el poema “Nadador”, frente al riesgo de ser devorado por los animales y la necesidad de tener el sol en su mano, es el yo poético quien devora a las criaturas y parece fatigarse fusionado con un vegetal anclado a la tierra (en la línea de la lírica telúrica que se observa a lo largo de su producción:

Ningún sol en mi mano. Vigilo animales que quieren comerme y me los como. […] El cansancio es vegetal, tiene raíces en la boca, en los ojos y sube desde el yo al sol, si lo cortas, cortas la vida que va del sol a la muerte. (Curiel, Jaraíz, p. 99)

De otro lado, la visión escatológica y devoradora del mundo tiene relación con el vacío y los límites entre el tú y el yo, así como la imposibilidad de encontrar la identidad: el deseo de expansión del cuerpo es paralelo al de ampliación de la identidad y al olvido o confusión del lenguaje, como se observa en los versos de “Golpes de sol”:

Me arranco la luz, no duele. / En la noche de viento blanco hierba negra en el cuerpo vacío […] / Yo soy tú, pero tú no eres yo, él es tú, por eso no eres yo. […] / Tengo un bosque como un amigo. / Le llevo palabras para olvidarlas. (Curiel, Jaraíz, p. 123)

Logos, cuerpo y tiempo en la obra poética

En definitiva, y como hemos observado en apartados anteriores, la obra de Miguel Ángel Curiel supone una conjuración de los límites del cuerpo, así como los de la comunicación a través de la palabra (y el silencio). El tiempo es también una constante en su obra, en una mezcla de dimensiones del ser humano que busca hallar la expresión del afán de eternidad de la persona (pero que no termina de hallarla sino en un lenguaje poético único).

En el siguiente pasaje de El silencio de la escritura, de Emilio Lledó, aparece una explicación al dilema temporal y de la existencia que Curiel trata de abordar, un conflicto que finalmente se resuelve a través del logos, como pretende el poeta que nos ocupa en su búsqueda del verbo exacto:

“El tener logos no sólo permitió la interacción que implica compartir cada presente en el simultáneo espacio colectivo del vivir, sino que, además, a través del lenguaje como mundo, como universo de significaciones, el tiempo del cuerpo, consumido y disipado en la incesante sucesión de latidos efímeros, se transformó en tiempo del proyecto y la memoria, en tiempo de la esperanza y el destino. Vuelto así hacia el futuro y el pasado, el tiempo de la naturaleza se hace tiempo de la cultura.” (Emilio Lledó: El silencio de la escritura, p. 24)

En el caso de la poesía última de Curiel, principalmente de Jaraíz, el yo poético trata de la extensión de sí mismo en el tiempo a través de un logos fluyente, confuso e incesante, que modifica su palabra de manera variable, traduciéndose continuamente. La luz, en la composición titulada “Manar”, es un símbolo de la iluminación del ser humano a través del logos, que asusta al yo poético, suspicaz ante una solución definitiva del conflicto agonal con la temporalidad. El yo continúa, así, traduciéndose:

La luz da miedo.
Hay alguien detrás.
Dentro del carbunco
el angyal azul.
Tempus
en el tiempo.
He abierto un pez,
le sale la luz.
Me lo he comido.
De profundis.

Mano así
de mí. (Miguel Ángel Curiel, Jaraíz: p. 107)

La paradoja de la palabra y de su escurridizo sentido queda reflejada en la irrefrenable necesidad del yo de traducirse. Curiel refleja en ello la idea de la palabra reinterpretada constantemente por el lector (y el autor), que no alcanzan a encontrar un sentido unívoco de la palabra en mitad de la aceleración de  la temporalidad, como observamos en el poema anterior (Tempus en el tiempo). Así, se reflejan en la poesía los múltiples sentidos que puede adquirir un texto dependiendo del tiempo y del lector, y que conducen a ese rasgo de esquivez inherente al logos:

“El lector que mira el texto desde el tiempo reversible, lento, de quien quiere reflejarlo en sí mismo, pretende entenderlo, y esa inteligencia implica una cierta forma de duplicación. Entender qué y para qué.” (Emilio Lledó: El silencio de la escritura, p. 86)




BIBLIOGRAFÍA PARA ESTE ARTÍCULO

CURIEL, Miguel Ángel (2018): Jaraíz. Madrid: Amargord

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

BUTLER, Judith. Sujetos del deseo (2012). Madrid: Amorrortu

CUESTA ABAD, José Manuel (2015): Demoliciones: literatura y destrucción. Madrid: Abada Editores.

JUNG, Carl Gustav (2009): Arquetipos e inconsciente colectivo. Barcelona: Paidós.

LLEDÓ, Emilio (2011): El silencio de la escritura. Madrid: Espasa Calpe.

1/6/20

LUMINARIAS 2009-2019: comentario crítico de Juan González Soto y de María Pérez-Minguez

MIGUEL ÁNGEL CURIEL
LUMINARIAS
15 X 21 CM.
ENCUADERNACIÓN RÚSTICA CON SOBREGUARDAS
SOLAPAS
140 PÁGINAS
PVP: 15€

Editorial Amargord, Madrid.


info@amargordediciones.com


El Libro de Agua: Luminarias, de Miguel Ángel Curiel



El silencio del infinito
Miguel Ángel Curiel


«Este libro» —me confió Miguel Ángel Curiel— «es un libro de arena». Se refería a Luminarias. 2009-2019 (Madrid: Amargord, 2020), acaso a la tercera edición, o, mejor, a este nuevo incremento de un libro que con idéntico título, pero con diversos subtítulos, viene apareciendo desde hace algunos años.
La primera edición yo la conocí no hace mucho. Fue en Soria, un día del mes de agosto del año pasado, de 2019, en la Feria del Libro y de la Poesía, en la Alameda de Cervantes. Todo el mundo llama La Dehesa a ese hermoso jardín poblado de más de un centenar de árboles, auténtico jardín botánico lleno de tesoros, el castaño de indias de flor rosa rodeado por el templete de la música, los senderos que dibujan los parterres, las copas agigantadas de los árboles, el silencio tan limpio que caben en él las canciones y los pájaros.
En cualquier caso, allí, en la Alameda de Cervantes, en Soria, me hice con un ejemplar de la primera edición de Luminarias (Madrid: Amargord, 2012). Al título le acompañaba un subtítulo en verdad esclarecedor: Cuaderno de Roma. Y al libro le precedían unas aclaradoras palabras de Rafael Escobar bajo un humilde rótulo: «Prólogo». Ahí nombra las tres claves más seguras para acercarse a la poesía de Miguel Ángel Curiel: «heterodoxia, metapoesía y tristeza».
Sé que este libro, que ha continuado multiplicándose en incesantes incrementos y en ediciones sucesivas, comenzó a escribirse en Roma. Allí estuvo el poeta en los años 2009 y 2010. Y allí fue iniciándolo a medida que añadía fragmentos a un libro que ya llevaba urdiendo desde antes de llegar a la ciudad eterna.
Algunos años después de su vuelta a España, ya en 2017, el poeta entregaba a la misma editorial Amargod un nuevo libro con idéntico título. Le acompañaba un ordinal en romanos: Luminarias II. El subtítulo ahora es otro, y también la secuencia de años que informa de su composición: Libro de las botellas. 2010-2015. En ambas ediciones, unas sencillas cubiertas, de colores nítidos, desnudos, diseñadas por Ismael García Abad, rodean al cuerpo general de los libros intermitentes y sucesivos.
Ahora aparece una tercera entrega de Luminarias. Esta vez sin subtítulo, pero sí con una nueva secuencia de años: 2009-2019. La cubierta, ahora, corre a cargo de Eva Hiernaux: Una figura femenina parece deambular entre una intrincada malla, y avanza hacia una red de manos que acaso la esperan, o tal vez la reclaman.
Habré de volver al principio: «Este libro» —me dijo Miguel Ángel Curiel— «es un libro de arena». Yo, debo confesarlo, algo presentí, cuando, en Soria, aquella mañana de agosto, hojeaba y ojeaba al azar algunas páginas de aquellas dos primeras entregas de Luminarias. Presagié lo que ahora leo en la mínima página introductoria con que el poeta precede a esta tercera entrega de su libro: «Esta obra en construcción permanente».
Leo en Luminarias (2020): «Escribir es siempre un acto de fuerza. Una incursión en la nada». Y poco más adelante: «Escribió todas estas palabras muertas en un cuaderno».
Leí en Luminarias (2012): «Escribir para vaciarse. Así entra más luz». No muchas páginas después: «Escribir para salvar a alguien. Un informe para la salvación».
Leo en Luminarias (2020): «El poema como transición de un espacio a otro». Después de algunas páginas: «Un poco más allá de la poesía está la nada».
Leí en Luminarias (2012): «La poesía ha muerto y seguimos escribiendo poemas». No mucho después: «Un poema oscuro escrito a la luz del mediodía».
El lector me disculpará, pero he de volver a recordarlo: «Este libro» —me confesó Miguel Ángel Curiel— «es un libro de arena». Y ahora acudo al cuento con que Jorge Luis Borges dio título a su libro El libro de arena (Madrid: Ultramar-Emecé, 1975). Un personaje inesperado y anónimo intenta, y finalmente consigue, vender un libro al narrador. Este extraño volumen, se llama —dice— Libro de Arena. Su antiguo dueño se lo entregó a cambió de unas rupias y una Biblia. Y le asegura: Se llama así porque «ni el libro ni la arena tienen principio ni fin». Enseguida, y muy poco antes de culminar su venta, le advierte: «Si el espacio es infinito, estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito, estamos en cualquier punto del tiempo».
Aquel Libro de Arena tenía una paginación desigual, absolutamente anómala. Una vez cerrado por cualquiera de sus páginas no se podía volver a encontrar ninguna de ellas aunque se volviera a abrir por el mismo lugar. Así, era un volumen de incalculables, infinitas hojas. Al narrador le obsesiona hasta tal punto que se empeña obstinadamente en encontrar la primera página o la última. Le es imposible conseguirlo. En la larga noche de su insomnio aparece una vez y otra el libro inacabable. Finalmente, comprendió que «era monstruoso» y que debía desembarazarse de él: «El mejor lugar para ocultar una hoja es el bosque» —se dice. Y se deshace del Libro de Arena disimulándolo en cualquier anaquel de la Biblioteca Nacional.
Jorge Luis Borges, en conversación con Antonio Carrizo, afirmó: «Yo pensé que el Libro de Arena es un libro imposible, porque se disgrega. Es agua en las manos» (Borges el memorioso. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1982).
Pues bien, tengo para mí que Miguel Ángel Curiel viene a demostrar lo contrario: El Libro de Agua —será mejor, para el caso de este poeta, denominarlo así, Libro de Agua— es un libro posible, y, también, desde luego, un libro deseable. Tendrá sentido, eso sí, admitir las palabras liminares con que Rafael Escobar inicia el «Prólogo» al primero de los, por ahora, tres libros, Luminarias (2012): «Hay un momento en que toda poesía tiende a replegarse sobre sí misma».
Libro de Agua escribí, y no creo haberme equivocado: «El sonido de un lago está donde se desborda» o «En un charco se refleja la inmensa noche» escribe el poeta en Luminarias (2020).
Sensibilidad, composición, memoria son tres conceptos que se me presentan, ineluctablemente, cuando pienso en poesía. El tercero de ellos, memoria, conforma el avance en sonoridad, en cadencia, en ritmo de las palabras y los versos. Pero es preciso ahora afirmar que la memoria, muy a menudo, también incide de una manera material, e inexorable, sobre un papel. Y se muestra en la apariencia hecha de trazos de tinta, o de grafito, que sobre aquel se presentan estampados. Escribir sobre un humilde papel es —en palabras de Julio Ramón Rybeiro (Prosas apátridas. Barcelona, Tusquets, 1975)— «temporalizar lo espacial, aspirar hacia el recinto inubicuo de la conciencia y de la memoria». Así, no otra cosa que una sencilla sucesión de grafismos convencionales, después de interpretados, llegan a convertirse en sustancia primera.
En definitiva, sensibilidad y composición se aúnan en el alma del poeta, mientras que la memoria puede adoptar una forma visible y material: los modestos rasgos de tinta o de grafito sobre un papel. «Luminarias no es un diario» escribía Rafael Escobar en el «Prólogo» a la primera entrega de este sucesivo e intermitente Libro de Agua. Es absolutamente cierto. Luminarias es un cuaderno que acompaña al poeta y ahora nos lo entrega. En él apunta, para retener en la memoria y en el papel, cuanto su sensibilidad le acerca y con su quehacer poético compone: «Escribía sólo para interceptar el silencio del mundo» puede leerse en Luminarias (2020).
En este Libro de Agua, en sus sucesivas entregas, en esta tercera que ahora nos presenta, el poeta ofrece las sutiles líneas de sus pensamientos, sus ideas, instantes que son reflexiones o son miradas dirigidas hacia el mundo. Son breves textos de muy diversa índole, de muy variada condición. Hay, incluso, algunas sagaces greguerías. Yo he detectado las siguientes: «Cogía luciérnagas que se apagaban». | «Tu silencio es un manantial». | «La primera palabra del día raras veces se pronuncia». | «El tiro de la chimenea, ¿y el tiro del libro?». | «Quien corre bajo la lluvia huye de sí mismo». | «Los gigantes se bañan de cintura para abajo».
No obstante, las reflexiones —Libro de Agua es el libro de un poeta— particularmente ricas y valiosas. Indagan en el quehacer poético. El poeta, claro está, en ese cuaderno en que recoge sus actos de memoria, con frecuencia se pregunta acerca de la poesía, su creación, su avance, las cotas a las que accede o por las que transita. En la primera entrega, Luminarias (2012), aparece un pensamiento particularmente feliz: «Todo náufrago es finalmente un poeta». Yo apuntaría algo más: Poeta y lector son náufragos en este infinito Libro de Agua.
Tengo para mí que el estudioso de la poesía de Miguel Ángel Curiel sabrá encontrar en las anotaciones que el poeta entrega en Luminarias claves importantes sobre su poesía. Yo reescribo aquí mismo algunas de esas reflexiones poéticas que se leen en esta nueva edición de Luminarias y que ahora, en 2020, aparecen: «Voces a lo lejos. Algunas veces las palabras dentro de mí han sido voces a lo lejos». | «Se salía del mundo con un poema». | «La poesía está rodeada de silencio». | «La poesía no es verificable. Quien escribe no hace otra cosa que cerrar con el hilo de las palabras la herida del mundo».
Particularmente feliz, exacto en su precisión, el poeta anota en su cuaderno un fragmento más de su Libro de Agua: «Infinito, un poema sólo atisba su precipicio».


Juan González Soto

Tarragona, 9 de junio de 2020



LUMINARIAS de miguel ángel curiel

María Pérez-Minguez


Hoy en día escribir un texto metapoético puede tener riesgos. Hacer literatura de la literatura resulta casi poco práctico si queremos adentrarnos en el terreno privado de un autor, pues para ello ya existen los diarios. Por otra parte, cuando nuestra intención es diseccionar una obra lo lógico resulta partir de un prisma meramente filológico. Luminarias no puede clasificarse genéricamente como poesía, pero tampoco constituye una autobiografía, ni un conjunto de reflexiones ensayísticas que nos acerquen a una lectura más clara. Sin embargo, si hacer un poema se parece a construir una casa donde el lector pueda habitar, Luminarias constituye una puerta. Un acceso a aquellos espacios de los que parte Miguel Ángel Curiel para iniciar la germinación de su proceso creativo. El lector se convierte en espectador de observaciones, de diálogos que el autor lleva a cabo consigo mismo, oleadas de pensamientos previos al acto de escribir, que, al ser antesala de la poesía, forman parte también del propio tapiz de trabajo. Encontramos, entonces fragmentos de gran densidad culta e intertextualidad, más también frases breves, casi aforismos de sencillez pasmosa. Así de una observación casi desenfadada que declara una verdad desagradable, pasamos a hallazgos que, en una construcción muchas veces paradójica funcionan como apuntes para acercar los límites del acto poético y tener una mayor consciencia de su procedencia. Pues cada cual posee sus fracturas y si escribir nos revela parte de nuestra esencia, esta lucidez se presenta con doble filo. Ampliar la mirada amplia el autoconocimiento, pero este se convierte también en un peso sobre los hombros. Escribir no es sencillo. Al hacer de tu miedo, tu tristeza y tu dolor algo universal das muerte a tu ego y llevar a cabo ese proceso, aunque curativo de alguna manera, también es doloroso. Por tanto, Luminarias puede ser acaso testimonio de que cuando se escribe uno desmitifica el acto de escritura en sí. Ahondar en nosotros mismos a la hora de hacer poesía nos lleva a la conclusión contradictoria de que ningún poema puede salvarnos. Así se cae el velo por el cual el arte no siempre corresponde a algo sublime, ya que ningún ser humano por sí mismo lo es. A veces el libro nos sitúa en lugares, fechas, idiomas y autores desconocidos, pero siempre se adentra en lugares comunes para cualquier persona, ya que al mostrar los claroscuros inherentes al acto de escribir Miguel Ángel Curiel nos hace confidentes de una vulnerabilidad que todos compartimos. Y es que más allá de los conflictos íntimos solo podemos escribir para purgar, y en ese desplazamiento, en ese acto de comunicar al otro para que se descubra, encontramos un remanso de paz.