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LUMINARIAS 2009-2019: comentario crítico de Juan González Soto y de María Pérez-Minguez

MIGUEL ÁNGEL CURIEL
LUMINARIAS
15 X 21 CM.
ENCUADERNACIÓN RÚSTICA CON SOBREGUARDAS
SOLAPAS
140 PÁGINAS
PVP: 15€

Editorial Amargord, Madrid.


info@amargordediciones.com


El Libro de Agua: Luminarias, de Miguel Ángel Curiel



El silencio del infinito
Miguel Ángel Curiel


«Este libro» —me confió Miguel Ángel Curiel— «es un libro de arena». Se refería a Luminarias. 2009-2019 (Madrid: Amargord, 2020), acaso a la tercera edición, o, mejor, a este nuevo incremento de un libro que con idéntico título, pero con diversos subtítulos, viene apareciendo desde hace algunos años.
La primera edición yo la conocí no hace mucho. Fue en Soria, un día del mes de agosto del año pasado, de 2019, en la Feria del Libro y de la Poesía, en la Alameda de Cervantes. Todo el mundo llama La Dehesa a ese hermoso jardín poblado de más de un centenar de árboles, auténtico jardín botánico lleno de tesoros, el castaño de indias de flor rosa rodeado por el templete de la música, los senderos que dibujan los parterres, las copas agigantadas de los árboles, el silencio tan limpio que caben en él las canciones y los pájaros.
En cualquier caso, allí, en la Alameda de Cervantes, en Soria, me hice con un ejemplar de la primera edición de Luminarias (Madrid: Amargord, 2012). Al título le acompañaba un subtítulo en verdad esclarecedor: Cuaderno de Roma. Y al libro le precedían unas aclaradoras palabras de Rafael Escobar bajo un humilde rótulo: «Prólogo». Ahí nombra las tres claves más seguras para acercarse a la poesía de Miguel Ángel Curiel: «heterodoxia, metapoesía y tristeza».
Sé que este libro, que ha continuado multiplicándose en incesantes incrementos y en ediciones sucesivas, comenzó a escribirse en Roma. Allí estuvo el poeta en los años 2009 y 2010. Y allí fue iniciándolo a medida que añadía fragmentos a un libro que ya llevaba urdiendo desde antes de llegar a la ciudad eterna.
Algunos años después de su vuelta a España, ya en 2017, el poeta entregaba a la misma editorial Amargod un nuevo libro con idéntico título. Le acompañaba un ordinal en romanos: Luminarias II. El subtítulo ahora es otro, y también la secuencia de años que informa de su composición: Libro de las botellas. 2010-2015. En ambas ediciones, unas sencillas cubiertas, de colores nítidos, desnudos, diseñadas por Ismael García Abad, rodean al cuerpo general de los libros intermitentes y sucesivos.
Ahora aparece una tercera entrega de Luminarias. Esta vez sin subtítulo, pero sí con una nueva secuencia de años: 2009-2019. La cubierta, ahora, corre a cargo de Eva Hiernaux: Una figura femenina parece deambular entre una intrincada malla, y avanza hacia una red de manos que acaso la esperan, o tal vez la reclaman.
Habré de volver al principio: «Este libro» —me dijo Miguel Ángel Curiel— «es un libro de arena». Yo, debo confesarlo, algo presentí, cuando, en Soria, aquella mañana de agosto, hojeaba y ojeaba al azar algunas páginas de aquellas dos primeras entregas de Luminarias. Presagié lo que ahora leo en la mínima página introductoria con que el poeta precede a esta tercera entrega de su libro: «Esta obra en construcción permanente».
Leo en Luminarias (2020): «Escribir es siempre un acto de fuerza. Una incursión en la nada». Y poco más adelante: «Escribió todas estas palabras muertas en un cuaderno».
Leí en Luminarias (2012): «Escribir para vaciarse. Así entra más luz». No muchas páginas después: «Escribir para salvar a alguien. Un informe para la salvación».
Leo en Luminarias (2020): «El poema como transición de un espacio a otro». Después de algunas páginas: «Un poco más allá de la poesía está la nada».
Leí en Luminarias (2012): «La poesía ha muerto y seguimos escribiendo poemas». No mucho después: «Un poema oscuro escrito a la luz del mediodía».
El lector me disculpará, pero he de volver a recordarlo: «Este libro» —me confesó Miguel Ángel Curiel— «es un libro de arena». Y ahora acudo al cuento con que Jorge Luis Borges dio título a su libro El libro de arena (Madrid: Ultramar-Emecé, 1975). Un personaje inesperado y anónimo intenta, y finalmente consigue, vender un libro al narrador. Este extraño volumen, se llama —dice— Libro de Arena. Su antiguo dueño se lo entregó a cambió de unas rupias y una Biblia. Y le asegura: Se llama así porque «ni el libro ni la arena tienen principio ni fin». Enseguida, y muy poco antes de culminar su venta, le advierte: «Si el espacio es infinito, estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito, estamos en cualquier punto del tiempo».
Aquel Libro de Arena tenía una paginación desigual, absolutamente anómala. Una vez cerrado por cualquiera de sus páginas no se podía volver a encontrar ninguna de ellas aunque se volviera a abrir por el mismo lugar. Así, era un volumen de incalculables, infinitas hojas. Al narrador le obsesiona hasta tal punto que se empeña obstinadamente en encontrar la primera página o la última. Le es imposible conseguirlo. En la larga noche de su insomnio aparece una vez y otra el libro inacabable. Finalmente, comprendió que «era monstruoso» y que debía desembarazarse de él: «El mejor lugar para ocultar una hoja es el bosque» —se dice. Y se deshace del Libro de Arena disimulándolo en cualquier anaquel de la Biblioteca Nacional.
Jorge Luis Borges, en conversación con Antonio Carrizo, afirmó: «Yo pensé que el Libro de Arena es un libro imposible, porque se disgrega. Es agua en las manos» (Borges el memorioso. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1982).
Pues bien, tengo para mí que Miguel Ángel Curiel viene a demostrar lo contrario: El Libro de Agua —será mejor, para el caso de este poeta, denominarlo así, Libro de Agua— es un libro posible, y, también, desde luego, un libro deseable. Tendrá sentido, eso sí, admitir las palabras liminares con que Rafael Escobar inicia el «Prólogo» al primero de los, por ahora, tres libros, Luminarias (2012): «Hay un momento en que toda poesía tiende a replegarse sobre sí misma».
Libro de Agua escribí, y no creo haberme equivocado: «El sonido de un lago está donde se desborda» o «En un charco se refleja la inmensa noche» escribe el poeta en Luminarias (2020).
Sensibilidad, composición, memoria son tres conceptos que se me presentan, ineluctablemente, cuando pienso en poesía. El tercero de ellos, memoria, conforma el avance en sonoridad, en cadencia, en ritmo de las palabras y los versos. Pero es preciso ahora afirmar que la memoria, muy a menudo, también incide de una manera material, e inexorable, sobre un papel. Y se muestra en la apariencia hecha de trazos de tinta, o de grafito, que sobre aquel se presentan estampados. Escribir sobre un humilde papel es —en palabras de Julio Ramón Rybeiro (Prosas apátridas. Barcelona, Tusquets, 1975)— «temporalizar lo espacial, aspirar hacia el recinto inubicuo de la conciencia y de la memoria». Así, no otra cosa que una sencilla sucesión de grafismos convencionales, después de interpretados, llegan a convertirse en sustancia primera.
En definitiva, sensibilidad y composición se aúnan en el alma del poeta, mientras que la memoria puede adoptar una forma visible y material: los modestos rasgos de tinta o de grafito sobre un papel. «Luminarias no es un diario» escribía Rafael Escobar en el «Prólogo» a la primera entrega de este sucesivo e intermitente Libro de Agua. Es absolutamente cierto. Luminarias es un cuaderno que acompaña al poeta y ahora nos lo entrega. En él apunta, para retener en la memoria y en el papel, cuanto su sensibilidad le acerca y con su quehacer poético compone: «Escribía sólo para interceptar el silencio del mundo» puede leerse en Luminarias (2020).
En este Libro de Agua, en sus sucesivas entregas, en esta tercera que ahora nos presenta, el poeta ofrece las sutiles líneas de sus pensamientos, sus ideas, instantes que son reflexiones o son miradas dirigidas hacia el mundo. Son breves textos de muy diversa índole, de muy variada condición. Hay, incluso, algunas sagaces greguerías. Yo he detectado las siguientes: «Cogía luciérnagas que se apagaban». | «Tu silencio es un manantial». | «La primera palabra del día raras veces se pronuncia». | «El tiro de la chimenea, ¿y el tiro del libro?». | «Quien corre bajo la lluvia huye de sí mismo». | «Los gigantes se bañan de cintura para abajo».
No obstante, las reflexiones —Libro de Agua es el libro de un poeta— particularmente ricas y valiosas. Indagan en el quehacer poético. El poeta, claro está, en ese cuaderno en que recoge sus actos de memoria, con frecuencia se pregunta acerca de la poesía, su creación, su avance, las cotas a las que accede o por las que transita. En la primera entrega, Luminarias (2012), aparece un pensamiento particularmente feliz: «Todo náufrago es finalmente un poeta». Yo apuntaría algo más: Poeta y lector son náufragos en este infinito Libro de Agua.
Tengo para mí que el estudioso de la poesía de Miguel Ángel Curiel sabrá encontrar en las anotaciones que el poeta entrega en Luminarias claves importantes sobre su poesía. Yo reescribo aquí mismo algunas de esas reflexiones poéticas que se leen en esta nueva edición de Luminarias y que ahora, en 2020, aparecen: «Voces a lo lejos. Algunas veces las palabras dentro de mí han sido voces a lo lejos». | «Se salía del mundo con un poema». | «La poesía está rodeada de silencio». | «La poesía no es verificable. Quien escribe no hace otra cosa que cerrar con el hilo de las palabras la herida del mundo».
Particularmente feliz, exacto en su precisión, el poeta anota en su cuaderno un fragmento más de su Libro de Agua: «Infinito, un poema sólo atisba su precipicio».


Juan González Soto

Tarragona, 9 de junio de 2020



LUMINARIAS de miguel ángel curiel

María Pérez-Minguez


Hoy en día escribir un texto metapoético puede tener riesgos. Hacer literatura de la literatura resulta casi poco práctico si queremos adentrarnos en el terreno privado de un autor, pues para ello ya existen los diarios. Por otra parte, cuando nuestra intención es diseccionar una obra lo lógico resulta partir de un prisma meramente filológico. Luminarias no puede clasificarse genéricamente como poesía, pero tampoco constituye una autobiografía, ni un conjunto de reflexiones ensayísticas que nos acerquen a una lectura más clara. Sin embargo, si hacer un poema se parece a construir una casa donde el lector pueda habitar, Luminarias constituye una puerta. Un acceso a aquellos espacios de los que parte Miguel Ángel Curiel para iniciar la germinación de su proceso creativo. El lector se convierte en espectador de observaciones, de diálogos que el autor lleva a cabo consigo mismo, oleadas de pensamientos previos al acto de escribir, que, al ser antesala de la poesía, forman parte también del propio tapiz de trabajo. Encontramos, entonces fragmentos de gran densidad culta e intertextualidad, más también frases breves, casi aforismos de sencillez pasmosa. Así de una observación casi desenfadada que declara una verdad desagradable, pasamos a hallazgos que, en una construcción muchas veces paradójica funcionan como apuntes para acercar los límites del acto poético y tener una mayor consciencia de su procedencia. Pues cada cual posee sus fracturas y si escribir nos revela parte de nuestra esencia, esta lucidez se presenta con doble filo. Ampliar la mirada amplia el autoconocimiento, pero este se convierte también en un peso sobre los hombros. Escribir no es sencillo. Al hacer de tu miedo, tu tristeza y tu dolor algo universal das muerte a tu ego y llevar a cabo ese proceso, aunque curativo de alguna manera, también es doloroso. Por tanto, Luminarias puede ser acaso testimonio de que cuando se escribe uno desmitifica el acto de escritura en sí. Ahondar en nosotros mismos a la hora de hacer poesía nos lleva a la conclusión contradictoria de que ningún poema puede salvarnos. Así se cae el velo por el cual el arte no siempre corresponde a algo sublime, ya que ningún ser humano por sí mismo lo es. A veces el libro nos sitúa en lugares, fechas, idiomas y autores desconocidos, pero siempre se adentra en lugares comunes para cualquier persona, ya que al mostrar los claroscuros inherentes al acto de escribir Miguel Ángel Curiel nos hace confidentes de una vulnerabilidad que todos compartimos. Y es que más allá de los conflictos íntimos solo podemos escribir para purgar, y en ese desplazamiento, en ese acto de comunicar al otro para que se descubra, encontramos un remanso de paz.

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